(Columna de Opinión Germaynee Vela-Ruiz, investigadora Centro Regional Fundación Cequa). Los profundos efectos que está teniendo la pandemia de COVID-19 debe hacernos reflexionar sobre lo dependientes que somos de la naturaleza, lo cual no solo permite mover las economías, sino que también la sobrevivencia de nuestra especie en el planeta. El crecimiento sostenido de la población, así como el desarrollo agrícola, la industrialización y la rápida urbanización se consideran fuerzas de cambio para la deforestación y la fragmentación de hábitats. Estos impactos sobre los ecosistemas además de aumentar la pérdida de biodiversidad y la extinción de especies, facilitan el contacto entre los seres humanos y otros animales. Ello aumenta potencialmente las posibilidades que se generen enfermedades zoonóticas, es decir aquellas que surgen del contacto humano con la vida silvestre o el ganado. De acuerdo a resultados de investigaciones lideradas por la Dra. Christine Kreuder Johnson (USAID Emerging Pandemic Threat PREDICT program), el 75% de las enfermedades infecciosas emergentes en el ser humano tiene origen en la vida silvestre.
El programa de trabajo internacional “Evaluación de los Ecosistemas del Milenio” ha indicado que los servicios que entregan los ecosistemas se dividen en cuatro tipos: soporte, provisión, regulación y culturales. Estos servicios proporcionados por los ecosistemas tienen su mayor expresión en las áreas protegidas (APs), por lo tanto éstas son una de las estrategias más importantes para conservar la biodiversidad, cumpliendo un rol fundamental para resguardar la salud humana a largo plazo. Esta situación ha sido reconocida por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza en su declaración sobre la pandemia de COVID-19, señalando que las APs deben ser parte de una estrategia global para reducir o prevenir futuros episodios de enfermedades, ya que al proteger los ecosistemas disminuyen los riesgos de que surjan nuevas enfermedades zoonóticas. Sin embargo, es importante considerar que según las investigaciones de la Dra. Kreuder Johnson, el ecoturismo en las APs, servicios ecosistémicos de provisión, se considera una actividad de riesgo de transmisión de enfermedades virales desde la vida silvestre a los humanos.
La Región de Magallanes concentra más de la mitad de la superficie terrestre protegida en Chile, correspondiendo prácticamente a un 60% de la superficie de la región. Estas áreas protegidas benefician directamente a la sociedad local y global en su conjunto a través de los servicios ecosistémicos que entregan. Es por ello, que esta crisis sanitaria mundial debe llevarnos a replantearnos localmente que tan efectiva está siendo la conservación de las áreas protegidas de Magallanes, considerando que requieren de una gestión y financiamiento adecuado, así como de planificación y regulación de las actividades productivas que se realizan en ellas. Asimismo, debemos preguntarnos si el turismo actual está permitiendo que los diferentes servicios ecosistémicos se sigan generando adecuadamente. Esto nos puede permitir planificar y enfrentar de una manera diferente el turismo, reduciendo impactos y considerando a la vez los riesgos que implica para la transmisión de enfermedades zoonóticas.
Sin lugar a dudas necesitamos de la naturaleza para proteger nuestra salud, es por esto que Fundación CEQUA ha realizado esfuerzos permanentes en apoyar la conservación, investigación aplicada y difusión del patrimonio natural y cultural conservado en las áreas protegidas de la Región. En este contexto, el COVID-19 plantea nuevas interrogantes y desafíos para conservar y gestionar el uso de nuestro territorio y áreas protegidas. (Fuente: El Pingüino.com).